jueves, 25 de diciembre de 2008

Mala Vida

¿Cómo olvidar la suave madrugada de sus ojos? La gitana era una dulzura, no había mirada que pudiera evitar su presencia ni cuello que no se torciera con su andar. Sí, está bien; lo de la madrugada es un poco exagerado. Lo que pasa es que esa fue la frase, la que le dije y ahí, zás, la gitanita bajo sus ojitos divinos y al fin me regaló esa sonrisa que estaba buscando. Sí, vos reíte, melonazo, pero no sólo el Flaco Sanabria tiene un libro en su casa. El problema con esas frases es que si llegan a caer mal quedás como un pelotudo irremediable. Claro que cuando caen bien... Mirame a mí, que estaba ahí, en el bar del Rengo (¡En el del Rengo!) con esa mina que rajaba la tierra y con esa frasecita ya estaba dispuesta a olvidar todo: casa, marido, futuro y familia consolidada; y todo sólo por esa frasecita cursi. Es más, si querés escuchar una confesión mayor y que puede probarte que es verdad, te cuento que ni bien se sonrió se me puso como una piedra.
El tema con la mina era mucho más jodido porque estaba el marido, un gitanazo de dos metros oriundo del Paraguay, y según decían
empujado por alguna que otra causa. Está bien (no pensé que “oriundo” te pareciera un desafío tan grande): era un gitano de Paraguay. ¿Te gusta más así? El tema importante era que el chabón daba miedo, lo mirabas y ya querías desistir de todo intento con la gitanita. Y eso que, ¡hermano!, era difícil ver a esa mina sin querer acabar con ella entre las sábanas, o apurándola en un zaguán medio oscuro con olor a viejo.
¿Sabés qué pasa? La mina pasaba todos los días (todas las mañanas y todas las tardes, en realidad) por la misma puerta de mi negocio. De pronto surgía con el vestidito blanco y ya te hacías toda la película y te olvidabas del resto de las cosas, y al otro día pasaba con calzas y topcito (¡Mamita, lo que era ese top!) y ya te inventaba otra historia con solo pasar por delante de la vidriera.
Y al final, casi sin que me diera cuenta, estaba cada mañana esperando que se hicieran las diez para verla ir; y cada tarde me sorprendía esperando que fueran las cuatro y media para verla volver. Fue así, una inesperada obsesión que fue creciendo (ojo con esa frase, que vale la pena guardarla). Estaba calibrando los cambios de algún gil y miraba el reloj: 4:26. Y ya no importaba nada: me iba a recostar al mostrador, y dejaba la bici toda desarmada. Y si de pronto cruzaba el límite de las 4:34 y no pasaba, yo empezaba a putear a dios y la virgen y a todo el santo evangelio. Empezaba a argumentar que el tiempo, porque seguro que ella había pasado veloz y corriendo antes que empezara a lloviznar, mientras yo estaba en el fondo, en el taller, y me había perdido de verla. Y que la gran puta que lo parió, que cómo pude quedarme ahí, en ese oscuro fondo, en vez de venirme a verla, y que la bici del jodido de Daniel podría esperar y que no se iba a quedar peor por dejarla un rato antes. Y mientras juraba y perjuraba que era el más boludo de todos, pum, la mina cruza la vidriera y se para un segundo para tomar valor y correr, porque parece que en cualquier momento se larga en serio; y hasta parece que de reojo... ¿me mira?... No, no puede mirarme. Pero sonríe, sí, sí; miró. Y me sonrió, sonríe porque me miró. Y se va corriendo y esquivando los charcos que ya formó la llovizna.
Me sonrío. Me sonrió.
Y con eso sólo ya fue suficiente para dejarme un muy buen rato pensando, el celoso gitano no tenía porqué enterarse si algo pasaba entre ella y un calenturiento servidor. Ya me imaginaba filtrándome en la casa, como un ladrón, mientras el gitano está... No sé... En la taberna en donde se juntan los gitanos a emborracharse. Y la casa está con rincones oscuros, y yo voy de sombra en sombra, hasta el baño en donde se escucha la ducha, y yo abro despacito, muy despacito y suave, la puerta; y un vaho de vapor se escapa y entonces me meto rápido en el baño para que no se escape el calor y me descubra, y cierro la puerta. En eso se cierra la canilla, y yo veo la silueta del cuerpo a través de la mampara. Y entonces, yo introduzco mi mano más allá de la bañadera y del otro lado una mano suave me agarra y lleva mis dedos hasta esa deseada piel...
Más bien que no es el gitano, pelandrún, es la gitanita que te digo.
Bueno, la cosa es que si así había quedado con sólo una mirada y una sonrisa; imaginate cuando unos días después la veo entrar con su bici verde en el negocio. Esas cosas que quedan en la memoria sin que uno sepa por qué: era miércoles y estaba muy ventoso.
Ahora bien, vos me ves acá en la barra del bar contando historias de minas con mi chopcito y no das medio mango por mí; y la verdad es que hacés bien. En cuestiones de minas, sin llegar a ser un cuatro de copas, apenas si soy un caballo de bastos: atropello y golpeo. No es una estrategia muy sofisticada, y mucho menos eficaz. Pero, ¡hermano!, cómo estuve ese día. Qué puedo decir: estaba inspirado. Fijate cómo será que ella entró a inflar la bici y yo terminé convenciéndola de irse conmigo a tomar algo a lo del Rengo esa misma tarde. Es más, esa misma tarde, en la bicicletería me enteré del dato que hace toda la diferencia: el gitano trabajaba de noche. Trabajaba en el bingo (después me enteré, o me dijeron, que lo estudiaba para reventarlo). Y la pobre gitanita que todas la noches sentía las sábanas frías...
Esta bien, loco, andate. No me creas. Pero no me queda otra que contarte la verdad. Si me pagaras la birra aunque sea, tendría algo porqué mentirte. Es más: te pediría que seas paciente, porque no todo fue ganancia en esta historia. Hacé algo, chabón; quedate un rato más, escuchá el final, y después decime si creés que miento. Es más, si cuando termina seguís creyendo que miento, te pago lo que quieras tomar.
Esa te gustó, sos un borracho de mierda.
Bueno, ojalá que sea así, que sea la historia lo que te retiene y no la apuesta. De cualquier forma yo la dejo en pie, para que veas qué fe que me tengo. Y la verdad, también para que te quedes un rato. A veces es lindo charlar un rato, por tener ganas de charlar nomás.
¿En qué estaba? ¡Ah, sí! ¡El bar! Si a la tarde estaba inspirado, no te podés dar una idea de cómo la parlé en lo del Rengo. Uno de esos días en que no podés perder, salvo que quieras. Uno de esos días en que todas las respuestas son ocurrentes, y hasta de pronto elegís dejarle ganar alguna porque sino te vas de largo y te cree un creído. Y eso que la gitanita no era ninguna boluda, ojo. No se quedaba atrás ni en las respuestas ni en el chispeo; pero yo estaba inspirado y contra eso no se puede. Había que verme: ganaba en los chistes, ganaba en los consejos sabios (porque en mi chamuyo nunca falta la parte sentimental y de bajón, de la que sólo la levantás sabiendo qué decir, o qué quieren escuchar), ganaba en las insinuaciones y en las afirmaciones. ¿Viste cuando te das cuenta que vos manejas toda la situación, y que aunque ella sea una acróbata no va a poder salir de tu enredo de palabras?
Quedamos en volver a vernos el fin de semana. Y desde ese día, cada vez que pasaba por la vidriera miraba y me saludaba y me sonreía y yo estaba que no daba más. A todos los que podía los citaba a las 10 o a las 4:30 para que vean que ella me saludaba. Y, a veces cuando no había nadie conmigo y ella pasaba, ponía el cartelito de “Enseguida vuelvo” y me iba al baño a hacerme una.
Al final te ofendés por todo. Si soy muy explícito te da asco, si te la hago por arriba te miento. Decidí que querés hacer, porque yo no te freno más.
Bueno, mejor. Hagamos algo, después contame vos tu levante más memorable; y ahí me vengo. Es como que te corten el polvo que te dejen con la historia a medio contar (al final, parece que para hablar tengo que rogarte que me oigas; yo no sé si es así esto).
Empezamos a vernos seguido, y por suerte, como resaca de aquella labia memorable que tuve, yo me volví un conocido “picante”; ella sabía que siempre que la veía le tiraba alguna indirecta. Y que si te gusta hacerlo de noche, que si tomás la leche, que si querés que te sirva, que si tomás de mi mate y que se me acabó la yerba. Siempre, siempre, por lo menos una.
Y entonces, ella se reía y me iluminaba todo el negocio con su risa, y yo pensaba que ella no se había negado ni horrorizado, y que quién sabe. Por ahí puede ser que alguna vez se me de a mí.
Hasta que un día, cruza la puerta de mi negocio el gitano. A inflar la bici, y a mirarme. Se notaba que buscaba algo, porque miraba peor que feo. Te digo la verdad: me cagué en las patas cuando lo ví, pero mientras estuvo en el negocio le mantuve la mirada y me sentí valiente. Y entonces, cuando se fue, ya sabía que se la había ganado (aunque si el tipo daba media vuelta y volvía a entrar, yo me entregaba sin disparar; el tipo daba miedo de verdad).
Sin embargo, la gitanita estuvo una semana sin pasar, y yo que ya caminaba por las paredes. Algo había pasado en la casa gitana, y yo acá, sin saber nada.
Recién ahí me di cuenta que no sabía donde estaba parando la gitana, y que si levantaban campamento y se iban yo me quedaba sin jamás haber probado a esa gitana, ni decirle nada...
Porque yo en esos días decía que me había enamorado.
Esos días, estaba todo el tiempo pensando en que su risa, y que su voz, y que su velocidad (porque no era ninguna tonta, ¿te lo dije?) y que qué bien estaría teniendola ahí, en el local, cebándome unos mates, y a la noche calentando mi cama y dándole sentido a ese ir todos los días a desarmar bicis, por nada. Hasta ese momento todo había sido para esperarla, y una vez que ella llegó...¿para qué era todo? O para estar con ella o para darme por vencido.
Sí, loco, estaba bien de bajón la cosa. Ella pasó a ser todo y yo ya no dominaba nada. No había labia salvadora que me sacara de ésa. Y me decía de nuevo ¡boludo! ¡¿Cómo nunca le había preguntado dónde vivía?! ¡¿Cómo pude perderle el rastro así?! ¡Por boludo! Y nada más que por eso.
Así que imaginate cómo me puse cuando la vi de nuevo entrar al negocio. Loco, yo nunca había tenido palpitaciones y creo que no volví a tenerlas; en ese momento el bobo me galopaba por todo el local. Y ella agarra y entra como escondiéndose, y me dice que no podemos vernos más así, que él se enteró. Y yo entiendo que el muy hijo de puta la había fajado, y que si la mina había
venido era porque algo yo le importaba. Y entonces, me indigno y quiero ir y romperle la boca al gitano ese de mierda; pero ella me mira y llora. Y yo agarro y le digo que no, que no llore, y que si quiere puede quedarse conmigo...
Le digo que la quiero.¿Ahora? Bueno, andá. Pero volvé pronto,
pensá que queda lo mejor de la historia.

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